Disclaimer: La historia original de Twilight, lamentablemente, pertenece a la señora Meyer. Ella es la creativa y, obviamente, la que tiene todos los millones. LadyCornamenta solamente es una chica con un poco de imaginación que usa todo esto sin ganar ni siquiera para una latita de gaseosa. La trama, los personajes que puedan no conocer y las dosis de locura son completamente de su Autoría. Y nosotras, Sky&Claire, nos encargamos tan solo de publicarla. =)
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INTRODUCCION
(Bella’s POV)
Me aseguré otra vez de haber cogido todos mis libros y salí apresuradamente de mi habitación, teniendo cuidado de no tropezar con todas las cosas que estaban esparcidas por el camino. Tuve que saltar un par de zapatos, que Alice había dejado esparcidos cerca de la mesa de centro del salón, y tuve suerte de no golpearme con el sofá. Cada mañana era una odisea; después de todo, la convivencia en un piso entre tres mujeres desordenadas no era algo sencillo.
Corrí a la cocina, donde pude tomar algunas galletas cuyo sabor, en aquel momento, me resultó desconocido. Luego, tomé mi llave y salí del apartamento, cerrando la puerta detrás de mí con un ruido sordo. Llame varias veces al ascensor, pidiéndole, vanamente, que por favor apresurara su marcha. Cuando por fin llegó, entré dentro de él, comiendo aún una de las galletas que había tomado antes de salir, que resultaron tener gusto a limón. Avancé a trompicones cuando el ascensor se abrió con lentitud y empujé la gran y desvencijada puerta de entrada. Allí, como venía sucediendo desde hacía ya un par de días, un Volvo plateado estaba esperándome, estacionado sobre la calzada. Con torpeza, me metí dentro del coche, cerrando la puerta detrás de mí y disfrutando del cálido ambiente que se percibía dentro. Bendita calefacción.
—Perdón por llegar tarde. No podía encontrar los libros de filosofía por ningún lado y Alice ha decidido que era un buen día para dejar todos sus tacones por la sala… —me excusé rápidamente, mientras miraba a mi acompañante.
Él soltó una melodiosa carcajada.
—No te preocupes, pequeña —me respondió, suavemente, Edward Cullen—, todavía es temprano.
Edward era mi mejor amigo desde que tenía uso de razón, junto con sus hermanos, Alice y Emmett. Tenía, al igual que yo, diecinueve años; por lo que habíamos estado en el mismo curso durante toda mi época escolar. Su piel era pálida y tersa, casi como la de un niño pequeño. Tenía el cabello castaño con un extraño matiz broncíneo y los ojos de un llamativo color esmeralda. Era más alto que yo —me sacaba una cabeza, de hecho—, por lo que siempre usaba aquel pequeño detalle para reírse a mi costa. Era una persona tranquila y conciliadora, demasiado parecida a mí en algunos aspectos. Quizás por eso, aún ahora que nos encontrábamos en nuestro segundo año de la universidad, estábamos tan unidos.
El viaje transcurrió rápidamente, por aquella manía que tenía Edward de conducir a una velocidad anormal. En un principio, cuando sus padres le acababan de dar su coche, yo no hacía otra cosa que cerrar los ojos y aferrarme al asiento. Sin embargo, años después, me había terminado por acostumbrar; incluso, aunque no lo admitiera, me resultaba una sensación bastante placentera.
Llegamos al imponente edificio de la Universidad de Washington, donde ambos estábamos estudiando. Edward estaba en la escuela de medicina, deseando convertirse en un profesional tan bueno como su padre; mientras yo, por mi parte, estaba en el colegio de artes y ciencias. Ingresamos en el campus y comenzamos a caminar a la par de varios estudiantes que también se dirigían hacia dentro de aquella descomunal e increíble obra arquitectónica.
Cuando estábamos ya en el pasillo, Edward se volvió hacia mí.
—Nos veremos para el almuerzo, ¿de acuerdo? —me dijo, con aquella voz suave que poseía.
Le sonreí, mientras asentía.
Me dio un suave beso en la frente y comenzó a alejarse por el pasillo.
Lo vi andar unos segundos y luego sacudí la cabeza, saliendo de mi burbuja.
Me adentré en la ajetreada multitud, hasta el sector que me correspondía. Tome mi bolso con fuerza y me metí entre un grupo de gente, que miraba los anuncios, para dar con la puerta del aula que me correspondía. Me acomodé en uno de los pupitres del fondo y, después de dejar mis cosas, vi una alegre muchacha agitando tímidamente sus brazos para llamarme. Me acerqué de forma risueña, sonriéndole.
—¡Buenos días!
—Buenos días —respondió Angela Weber.
Angela se encontraba entre mis compañeras de piso y era una de las pocas personas de secundaria con las que aún seguía en contacto. Tenía el cabello y los ojos castaños y era casi de mi misma altura. Era una joven realmente agradable y un poco tímida, excepto con aquellos a los que conocía desde hacía un buen tiempo, como era mi caso.
Las clases se sucedieron de forma amena, como usualmente pasaba. Amaba la carrera que estaba estudiando y, aunque a veces levantarse temprano y tener montañas de trabajo por hacer podía ser una verdadera molestia, me sentía feliz de tener la oportunidad de estar allí. Después de acabar la secundaria, todos habíamos tenido que decidir qué haríamos de nuestras vidas. Edward y yo estuvimos pensándolo bastante tiempo y, decididos a que separarnos no era una opción, así que nos mudamos a Washington DC. Alice, su hermana menor, también se mudó con nosotros; sólo que, a diferencia de Edward, ella compartía el apartamento conmigo y se había asentado un año después de nuestra llegada. Angela y yo habíamos alquilado aquel lugar en nuestro primer año en la universidad. En las vacaciones acogimos a Alice, quien se había ofrecido a compartir gastos y todo ese tipo de cosas que se veían implicadas dentro de la emancipación de tres adolescentes.
Cuando terminamos con la última clase del día, Angela y yo salimos del salón para comenzar a andar por los abarrotados pasillos de la universidad. Cuando llegamos a la gran cafetería, empezamos a rebuscar con la mirada caras conocidas. Sin embargo, aquello no fue necesario: Alice hacía señas con los brazos, dado saltos entre la multitud. Ambas nos reímos mientras nos acercábamos a nuestra amiga.
—¡Creí que alguien me aplastaría! —comentó Alice Cullen, mirando mal a un enorme muchacho que quería meterse en la fila donde todos esperaban la comida.
La joven en cuestión tenía dieciocho años recién cumplidos y estaba en el primer año de la universidad. Era bastante más pequeña que Angela y yo, tanto en altura como en contextura física. Tenía el cabello negro como el carbón, corto y con las puntas apuntando en múltiples direcciones. Sus ojos, del color del topacio, brillaban siempre alegremente. De hecho, era una persona completamente enérgica y llena de vida, que siempre intentaba ver el lado positivo de las cosas.
Las tres nos colocamos en la fila y esperamos pacientemente hasta conseguir nuestra comida. Luego, comenzamos a buscar la mesa que usualmente ocupábamos. Cuando llegamos, encontramos a cinco personas sentadas en ella. Angela se sentó y depositó un suave y tímido beso en los labios de su novio, Ben Cheney.
Ben era un joven muy agradable que había compartido la secundaria también con ambas. Había salido con Angela durante varios años en el instituto y, cuando ella le comentó que tenía pensado irse a vivir a Washington DC, él no tuvo que pensarlo dos veces antes de unirse a su viaje.
Otro de los integrantes del grupo era Jasper Hale, novio de la pequeña Alice. La situación de él había sido bastante similar a la de Ben, sólo que la decisión la acordaron con la menor de los Cullen antes de asegurar nada. Su cabello rubio y sus ojos celestes eran el perfecto complemento para su sonrisa cordial y su personalidad siempre conciliadora. Era realmente uno de esos chicos que podía calmar a cualquiera y me sorprendía, muchas veces, su capacidad para tranquilizar a Alice.
Jessica Stanley también estaba sentada allí. Por casualidades de la vida, ella también había acabado estudiando en la misma universidad; sólo que, a diferencia de nosotros, su familia le había regalado un apartamento para ella sola, en su cumpleaños número dieciocho; por lo que vivía en un piso en el centro de la ciudad sin ningún tipo de compañía. Tenía el cabello y los ojos castaños y sentía una excesiva pasión por la moda. Estaba estudiando con la pequeña Alice; aunque un año adelante, por supuesto.
A su lado se encontraba Mike Newton, un joven que también había compartido la secundaria con nosotros. Él tenía el cabello rubio y los ojos celestes pero, a diferencia de Jasper, la expresión de su rostro era algo socarrona. Me sonrió cuando me acerqué a él y me tomó de forma posesiva con la cintura. ¿A qué venía todo aquello? Pues estaba saliendo con él desde hacía dos meses, todo por obra de su insoportable insistencia. Yo siempre intentaba recordarme mentalmente que éramos una encantadora pareja, como algunos amigos de Mike siempre decían, aunque supiera que aquella no era la triste realidad en la que me encontraba.
—¿Cómo estás, amor? —murmuró contra mi oído, mientras depositaba un beso en él
—Bien, supongo —respondí, mientras me sentaba a comer.
—Oh, hoy las clases han sido excelentes… —antes de que pudiera decir nada, Mike comenzó a hablar de todo lo que habían hecho durante el día. Era increíble la cantidad de palabras que podía decir sin respirar.
Para completar el grupo, a mi lado se encontraba sentado Edward, comiendo en silencio. Cuando lo observé, me dirigió una suave sonrisa.
—¿Cómo ha ido todo? —preguntó en un susurro, mientras Mike seguía hablando des del otro lado, completamente absorto en su propio relato.
—Bien. ¿Tus clases? —pregunté bajito, respondiendo a su encantadora sonrisa.
—Bien —respondió, encogiéndose de hombros—. Ya sabes, lo mismo de siempre.
—…entonces, como yo sabía que iba a venir hacia mí, me aparté del camino y… ¡le dio de lleno a aquella desagradable mujer gorda que nos da biología! —relató Mike, riendo entre dientes—. ¡Fue terrible, Bella! ¡De verdad!
Sonreí sin ganas; mientras Edward, a mi lado, reía disimuladamente, fingiendo haberse atragantado con su agua mineral.
Mientras Ben le comentaba algo a Mike, me puse de pie. Todos me miraron, curiosos, menos Edward, quien se levantó de su asiento conmigo.
—Debo irme a trabajar —comenté, mirando mi reloj—. La señora Brown me matará si vuelvo a llegar tarde.
Alice se puso de pie y se unió a nosotros, pidiéndole a Edward que la dejara en la zona comercial de la ciudad, ya que nos quedaba de paso. Los tres comenzamos a andar por los pasillos de la universidad, hasta que alcanzamos la entrada. Avanzamos con velocidad por los extensos jardines del campus.
—La verdad es que yo aún no entiendo cómo soportas a Mike —murmuró Alice.
La fulminé con la mirada. Ella sabía que odiaba tocar aquel tema de conversación.
Sobre todo porque yo tampoco sabía cómo lo soportaba.
Intentando restarle importancia a su observación, me encogí de hombros con fingido desinterés.
Los tres nos subimos en el Volvo de Edward. Me senté del lado del copiloto, mientras Alice se ubicaba con comodidad en el espacioso asiento trasero. Con un suave rugido, el automóvil arrancó y Edward comenzó a avanzar por las calles con destreza. Cuando habíamos recorrido un tramo considerable, miré mi reloj y gemí con preocupación.
—La señora Brown va a matarme… —murmuré.
Frenamos en un semáforo y lo observé de mala manera, echándole la culpa de mi retraso con una silenciosa mirada. En medio de mis lastimeros reclamos, sentí una mano sobre mis hombros. Edward me atrajo contra su pecho, mientras frotaba mi brazo de forma cariñosa.
—Tranquila, pequeña, no te dirá nada —me aseguró suavemente, mientras me apoyaba sobre su pecho—. Eres su mejor trabajadora.
Le sonreí de forma tenue.
—Y también la que llega más tarde —afirmé, no sin cierta diversión en mi voz.
Edward sonrió de lado, para luego depositar un beso sobre mi frente. Después, justo antes de que volviera a enderezarse para seguir conduciendo, la pequeña cabecita de Alice se asomó por el asiento trasero.
—Vosotros sí que vais bien juntos, parejita —comentó Alice, usando aquel sobrenombre que sabía que a ambos nos molestaba—. No entiendo por qué os empeñáis en negar lo evidente —bromeó.
Le saqué la lengua.
—No quiero romperle el corazón a Newton —aseguró Edward a modo de broma, sin darle demasiada importancia al asunto—. Sería demasiado.
Alice alzó los ojos mientras nos deteníamos sobre la calzada.
—Espero que algún día dejéis de considerar mis palabras como un chiste—masculló, mientras abría la puerta del asiento trasero—. ¡En serio! —gritó, antes de salir del automóvil.
Edward se carcajeó suavemente, con aquella risa casi celestial que poseía. Yo me reí de forma casi fingida, mientras él arrancaba nuevamente.
Vuestros amigos tenían casi como costumbre hacer aquel tipo de bromas sobre Edward y yo. Después de todo, no sólo nos conocíamos desde muy pequeños, sino que siempre estábamos juntos. Nos parecíamos mucho; sólo que Edward era una persona fuerte, tanto física como psicológicamente, y siempre había adoptado conmigo aquel papel de hermano mayor sobreprotector. Ante aquella actitud —a la que nuestros amigos preferían etiquetar como la de novio celoso—, todos en nuestro grupo tenían la costumbre de bromear acerca de nosotros dos como pareja. Á él, a pesar de que nunca lo dijera de forma directa, le parecía algo absurdo. De hecho, aunque me costara admitirlo, a mí también me parecía imposible. No por mi parte, porque muchas veces se me hacía difícil esconder los eminentes sentimientos que tenía por mi mejor amigo; sino por él.
Después de todo, ¿qué podía hacer yo para enamorar a alguien a quien nunca podría interesarle?
Éramos mejores amigos, sí; pero en nuestro caso, aquello de que de la amistad al amor hay un solo paso era una gran decepción.
Mi mejor amigo no estaba interesado en las mujeres. Usualmente me negaba a pronunciar aquella palabra en mi mente para definirlo, porque cada vez que la utilizaba sentía que algo dentro de mí se retorcía de dolor.
En nuestro caso, no había un solo paso, sino un abismo.
Un abismo que no podría cruzar nunca.
Estaba enamorada de mi mejor amigo gay; quien sólo en mis sueños me correspondía con la misma intensidad a todos los sentimientos que albergaba dentro de mí, deseando mostrarle que yo podía ser quien le diera todo lo que necesitaba, que conmigo podría ser más feliz que con nadie. Sin embargo, sabía que aquello no pasaría.
Sin dudas, el mío era un amor platónico.
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