¡Imagen en proceso!
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Cowboy de mi corazón
Prólogo
Huraño y solitario, frío cual témpano de hielo... esos eran los adjetivos que describían perfectamente a Edward Cullen, hijo pequeño del acaudalado y poderoso ranchero Carlisle Cullen, patriarca de una de las familias más ricas del sureste de Texas.
Edward siempre había jurado y perjurado que no permitiría que ninguna otra mujer volviera a destrozar su corazón... hasta que apareció ella, suave y delicada cómo el rocío, tímida e inocente, y con una serena belleza; nunca pensó que Bella Swan cambiaría su triste y amargada existencia. Su reticencia hacia las mujeres, sumada a los casi diez años que le sacaba a Bella opacaron unos extraños sentimientos que empezaron a aflorar en su interior.
Capítulo 1: La familia Cullen
Carlisle Cullen revisaba con paciencia y esmero los albaranes del último mes. Cansado de tanto papeleo, se reclinó contra la confortable silla giratoria de cuero, y dado que estaba sólo, apoyó los pies en la enorme mesa de caoba que presidía su despacho en la casa familiar.
Hacía casi ochenta años que su abuelo, también llamado Carlisle, había desembarcado en América procedente de Killarney, un pequeño pueblo campesino irlandés, en busca de una mejor calidad de vida y queriendo dejar atrás la pobreza y las desilusiones en las que vivía enclaustrada la Irlanda de aquellos años. Con innumerables esfuerzos y un gran sacrificio, compró un desvencijado rancho y un pequeño terreno adyacente a éste. Dado que no tuvo fortuna al probar con la agricultura, un vecino le previno que esas tierras eran buenas para el ganado. De modo que con el poco dinero que le quedaba, compró cuatro toros y tres vacas, y gracias a algunos sabios consejos, inició un negocio de cría de ganado, que en poco más de dos años dio sus primeros frutos.
Con el dinero que fue ahorrando en sus primeros años, pudo reformar la casa y el establo. El desvencijado rancho, de estilo colonial, y con un precioso porche sostenido por enormes columnas blancas, revivió de nuevo.
Gracias también a unas buenas inversiones en diferentes empresas, pudo ampliar los terrenos y adquirir más cabezas de ganado, de modo que el rancho Killarney, nombrado así en recuerdo de su patria chica, se convirtió en uno de los más importantes de la ciudad de Huntsville, a dos horas en coche de Houston y cerca de la frontera con el estado de Luisiana. Debido a que el precio de ganado se triplicó, manteniéndose en cotas altas durante varios años, en poco menos de quince años, la fortuna que llegó a amasar convirtió su rancho en uno de los más importantes del condado.
Su abuela, Hillary Monrow, provenía de un pequeño pueblo de Oklahoma, y también se había criado en un rancho; la conoció en una subasta de ganado a la que ella acudió con su padre. Desde ese primer encuentro, pasó más de un año, en el que sus visitas a la familia de ella se hicieron cada vez más frecuentes, ya fuera para hacer negocio... o para verla. Se casaron poco tiempo después, y tuvieron dos hijos, Patrick y Bárbara. El no llegó a conocer a su abuelo Carlisle, y la abuela murió cuándo el era apenas un niño.
Su tía Bárbara se casó con un prometedor abogado, trasladándose a San Diego, California, donde vivieron toda su vida; ambos habían fallecido ya, al igual que sus padres.
Al morir el abuelo su padre, Patrick Sinclaire Cullen, tomó las riendas del rancho, considerado ya uno de los mejores del país en lo referente a cría y venta de ganado para distintos sectores empresariales. El primitivo y diminuto establo enseguida se quedó pequeño, y en esos años fueron cuándo se construyeron los establos nuevos. El original quedó destinado a las oficinas. Su madre, Elizabeth, era hija de un comerciante de piensos alimenticios. Tenían un enorme almacén en las afueras de Hunstville; allí se conocieron y se enamoraron.
Tenía diecinueve años cuándo su padre murió, y el rancho pasó a sus manos. En aquella época el estaba en la universidad, y gracias a que tenían un número considerable de empleados, pudo terminar sus estudios antes de tomar las riendas del rancho. Actualmente, el rancho abarcaba tierras de más de 200 hectáreas de superficie, dónde paseaban y pastaban a sus anchas más de dos mil cabezas de ganado. Tenía personas de confianza a su lado, y dado que había aprendido el oficio prácticamente desde la cuna, siguió con la tradición familiar.
Soltó un pequeño suspiro mientras recordaba con nostalgia esos tiempos, ya lejanos; su mirada paseó lentamente por su despacho, deteniéndose en dos portarretratos de plata que descansaban en una pequeña mesita, en el lado derecho de la pared. No pudo evitar sonreír con pesar al observar uno de ellos; una mujer con el pelo color azabache y penetrantes ojos verdes sonreía delicadamente a la cámara.
-Qué guapa estaba en esa foto- dijo, perdido en sus pensamientos y en sus recuerdos. Había conocido a Meredith cuándo chocó con ella accidentalmente a la entrada de una tienda, en el pueblo. Se disculpó por su torpeza, y al hacerlo observó que esas esmeraldas que tenía por ojos tenían un brillo triste y apagado. Impulsivamente, la invitó a tomar un café, y allí sentados, ella le contó un poco su historia.
Meredith y su marido se habían mudado a Hunstville hacia dos años. El trabajaba en el despacho de abogacía del que era dueño Blake Jenkins, uno de sus amigos y abogado de los principales ganaderos del condado. Ella y Billy Black, su marido, tenían un hijo de tres años, llamado Jacob. Desgraciadamente, ocho meses después de su llegada a la localidad, a Billy le diagnosticaron leucemia, y murió seis meses después. El escuchó atentamente sus palabras, sosteniéndole una mano y consolándola lo mejor que pudo; ella y su marido mo tenían más familia.
Meredith estaba buscando un empleo, ya que la pensión de viudedad apenas le daba para llegar a fin de mes. Él, impresionado por su valentía, y un poco atraído por esa belleza morena, le comentó que estaba buscando una secretaria, para ocuparse de los papeleos de compra venta y otras labores administrativas. Le ofreció pasarse por las oficinas del rancho, y dos días después, ya tenía nueva secretaria. Al pequeño le encantaban los animales, y cada vez que Jake iba al rancho, Carlisle lo llevaba a los establos para que viera a los terneros recién nacidos o a los caballos.
Poco a poco Meredith fue recuperando la ilusión, forjando una gran amistad con Carlisle, y poco a poco esa amistad se transformó en amor. Un año y medio después de su accidental encuentro, Meredith y Carlisle contrajeron matrimonio, y los tres iniciaron en la casa principal del rancho Killarney su vida de casados. El pequeño Jacob adoraba a Carlisle; el sentimiento era mutuo por ambas partes, y aunque Jake conservó el apellido de su padre, lo crió cómo si fuera su propio hijo, al que que enseguida se sumaron tres hermanos más, Emmet, Jasper y Edward.
Su vista giró hacia el otro portarretratos. La instantánea pertenecía a la boda de su hijo Emmet con Rosalie, hija de otra de las poderosas familias de ganaderos de la ciudad, los Hale; rodeando a los novios estaban sus hermanos.
Desgraciadamente, Meredith no pudo estar presente en la boda de su hijo. Murió tres días después de haber dado a luz a Edward, tras un complicado y peligroso parto. Sus otros embarazos ya habían sido considerados embarazos de riesgo, teniendo que guardar reposo para que llegaran a buen término. Cuándo nació Jasper decidieron no tener más hijos, pero Edward vino de improviso... y esa vez, no pudo superarlo.
Sintió que una parte de su alma se iba con ella aquel día. Jake tenía ocho años, Emmet cuatro, Jasper dos y Edward apenas tres días. De la noche a la mañana se vio sólo, criando a cuatro niños. Hubo un momento en el que creyó enloquecer por los recuerdos; la había amado desde la primera vez que la vio, y se fue tan joven, con apenas treinta y dos años. Pero tuvo que sacar fuerzas de dónde no las tenía, sus pequeños le necesitaban; ellos fueron el motivo principal por el que seguir viviendo y luchando, y le prometió a Meredith que así lo haría. Con la inestimable ayuda de su madre, se ocupó del negocio y de lo más bonito que le había legado Merry, cómo la llamaba en la intimidad, sus hijos.
Habían pasado veintiocho años, y su madre, que crió sus nietos con un inmenso cariño, hacía tres que había fallecido. Estaba muy orgulloso de sus retoños, todos habían ido a la universidad y trabajaban en el rancho, a excepción de Emmet.
Jake ya tenía treinta y seis años; había heredado el pelo moreno de su madre, y tenía los ojos negros, rasgo de su padre biológico. Poco antes de que Merry muriera, ambos le habían explicado que su verdadero papá estaba en el cielo, por eso él no se apellidaba Cullen, aunque lo fuera a todos los efectos. Sorprendiendo a ambos, el pequeño lo tomó muy bien, presumiendo en el colegio de que tenía dos papás. Era un muchacho alegre y extrovertido, lo mismo que Emmet. También tenía el pelo negro de Meredith, pero sus ojos eran grises, al igual que los de Carlisle. Cómo Jake, ambos eran fuertes y corpulentos, y con un peculiar sentido del humor, rasgo que también heredó Jasper, pero éste, a diferencia de sus hermanos, tenía la cabellera rubia cómo él, clara herencia irlandesa, y los mismos ojos grises que su padre; era el que más se parecía a Carlisle, físicamente hablando, y también en su carácter y forma de ver la vida.
Edward, su hijo pequeño, era el único que había heredado los ojos verdes de su esposa. Su pelo cobrizo siempre estaba despeinado, y aunque Jasper y él no eran tan grandes cómo sus hermanos, también eran fuertes. Sin embrago, el carácter de su hijo pequeño le preocupaba sobremanera; pasó de ser un muchacho alegre y divertido a uno solitario y serio. Desde que rompió su compromiso con Jessica, su novia de toda la vida, se había envuelto en una especie de coraza, y era imposible traspasarla.
Jessica y el se gustaron desde niños, y en la adolescencia empezaron a salir. Ni cuándo el se fue a Harvard y ella a Darmouth, a proseguir sus estudios superiores, interrumpieron la relación. Al finalizar sus estudios universitarios, se comprometieron formalmente, pero un mes antes de la boda, con todo a punto para el gran día, Edward sorprendió a Jessica en la cama con otro hombre, ni más ni menos que con Mike Newton, único hijo del alcalde de Hunstville, y con el que Carlisle nunca se había llevado especialmente bien.
Obviamente, el compromiso se rompió, y cómo en todo pueblo pequeño, la noticia corrió cómo la pólvora. Jessica y Mike se casaron a las pocas semanas de aquello, abandonando Hunstville y trasladándose a Chicago, dónde éste había encontrado trabajo. Desde que ocurrió aquello, Edward cayó en una profunda depresión, de la que le costó mucho tiempo salir; consiguió superar su ruptura con Jessica, pero se cerró en banda a conocer a otras chicas, y de su interior nació una especial y cruel animadversión al cariño y al amor hacia el sexo opuesto. Muchas jóvenes de la localidad suspiraban por Edward Cullen, pero el las espantaba rápidamente, sin darles oportunidad alguna.
Unos golpes suaves en la puerta le sacaron de sus preocupaciones y recuerdos.
-Adelante- por el marco de la puerta apareció la figura de Esme.
-Siento interrumpirte- se excusó ella -Charlie te está buscando, está en el establo de los caballos- le informó. Carlisle la observó con una sonrisa cariñosa. Esme Platt era el ama de llaves de la casa desde hacía diez años, y un poco la que cuidaba de todos ellos desde que su madre no estaba. Era de complexión y estatura pequeñas, y con unas facciones delicadas y amables. Los ojos color ámbar de ella lo miraban con un deje de preocupación. Cerrando la puerta, se acercó a la mesa con cautela.
-¿Qué te ocurre?- apoyó una mano en su hombro, esperando a que hablara.
-Pensaba en los chicos- confesó serio -Edward me preocupa-. Esme suspiró, y el bajó las piernas de la mesa, tomando a Esme por la cintura y posándola en su regazo. Hacía mucho tiempo que entre ellos había algo más que una amistad, pero lo mantenían en el más absoluto de los secretos. Cierto que sus hijos eran ya adultos y lo entenderían de sobra, pero no querían habladurías y rumores; en el rancho trabajaban muchos vaqueros y otras personas, y ambos lo preferían así.
-Algún día abrirá los ojos, y volverá a enamorarse- le consoló ella -cuándo aparezca la chica adecuada- Carlisle suspiró preocupado.
-Ya no sé que pensar- musitó -sabía que le costaría superar lo de Jessica, pero no imaginaba que se cerraría en banda a las mujeres-.
-Conmigo se porta muy bien- rebatió ella -y con la señora Cope, la secretaria; con la señora Harris...- enumeró ella, divertida y acurrucándose en su pecho.
-Ya sé que se lleva bien con la asistenta y las mujeres mayores de cuarenta años- replicó Carlisle, rodando un poco los ojos -me refiero a conocer a chicas jóvenes, a enamorarse... si sigue así, va a quedarse muy solo- Esme le dio la razón.
-Era una broma; pero debes tener paciencia; te lo vuelo a decir, algún día conocerá a la adecuada-.
-Ojalá lleves razón- expresó Carlisle, estrechándola contra su pecho -no sé que haría sin ti, y sin tus ánimos y consejos- ella negó con la cabeza, dejando un pequeño beso en sus labios.
-No tienes que agradecerme nada; te quiero, y todo lo que me preocupa a ti, me preocupa a mi- le recordó ella, mirándole con cariño -sobre todo todo lo que se refiere a los chicos- Carlisle sonrió a la alusión de sus hijos.
-Yo también te quiero- le dijo a ella de vuelta -¿sabes qué quería Charlie?- interrogó. Esme negó con la cabeza.
-Será mejor que vaya, entonces- volvió a besarla y ambos se levantaron, saliendo del despacho y encaminándose a la puerta principal.
-¿Nadie ha respondido al anuncio que pusimos?- la señora Filding, la cocinera del rancho, se había jubilado hace un mes, y no encontraban una sustituta. La señora Harris y Esme se ocupaban de la limpieza y mantenimiento de la inmensa casa, pero la buena señora ya era muy mayor, y sólo iba tres veces a la semana.
-Nadie- confirmó con una pequeña mueca -esperaremos un poco más- se dijo para si misma. Carlisle asintió, despidiéndose de ella guiñándola un ojo y encaminándose hacia los establos, en busca de Charlie.
Charlie Swan era el capataz del rancho, su mano derecha y el segundo al mando. Llevaba siete años en el rancho Killarney, y llegó en el momento justo; cuándo Phill, el viejo capataz, se jubiló, Charlie llegó a Hunstville buscando trabajo. Toda su vida había trabajado con animales, de modo que después de entrevistar a varios candidatos, Charlie se quedó con el puesto. Aparte de saber todo lo referente a la crianza de ganado, también llevaba las cuentas y supervisaba los registros de los animales junto con los contables y administrativos.
Hombre serio y reservado dónde los haya, le costó entablar confianza con su jefe, pero una vez pasaron los primeros meses, forjaron una gran amistad dentro y fuera del trabajo. Poco sabía Carlisle sobre su vida anterior, pero era un hombre que había tenido mala suerte. Era dueño de un pequeño rancho en el norte de Texas, pero unas malas inversiones, sumadas a las deudas contraídas por el juego, hicieron que lo perdiera todo, de modo que tuvo que ponerse a trabajar para poder saldarlas. Carlisle no quiso ahondar en la herida, preguntándole por qué se había dejado arrastrar por el póquer; además, al empezar a trabajar en el rancho Killarney ya no jugaba, y poco a poco fue pagándole a sus acreedores.
Al llegar al establo, allí se encontró a su amigo, acompañado de Jasper.
-Hola Charlie, hijo- los saludó a ambos -¿qué ocurre?-.
-Hemos recibido el informe del veterinario- le contó Jasper -para iniciar la cría de caballos; podemos cruzarlos con las yeguas sin problemas-. Carlisle asintió contento, mirando a los tres ejemplares negros que habían adquirido recientemente. Observó que Concord, el caballo de Edward, no estaba en su habitáculo.
-¿Dónde está Edward?- preguntó.
-Está en los pastos de la ladera norte, dónde hemos trasladado a los toros que adquirimos el mes pesado- le informó su amigo.
-¿Y Jake?- siguió interrogando.
-Ha ido a Houston, a ver esa yegua de la que nos habló el señor Buried y tantear un poco el precio- Carlisle asintió, mirando los animales. Sus hijos estaban tan familiarizados en los negocios del rancho, que tenían carta blanca para tomar ciertas decisiones. Jake tenía mucha labia, y era el que normalmente se encargaba de interactuar con posibles clientes.
-¿Cuándo vais a empezar?- les preguntó, señalando de nuevo a los alazanes que tenían enfrente.
-Si todo va bien, en tres días trasladaremos aquí las yeguas y veremos qué ocurre- dijo Jasper.
-Me parece bien; por cierto, ¿este fin de semana te vas a Forks?- le preguntó Carlisle a Charlie. Siempre que podía, iba a ese pequeño pueblo en el estado de Washintong, pero nadie sabía si iba a visitar a alguien en concreto, o simplemente a descansar allí. Éste asintió con la cabeza, animado y contento.
-Te veré el lunes entonces; mañana por la mañana salgo para una reunión en Dallas, y no regresaré hasta el sábado por la noche- les informó a ambos -por lo tanto, espero que os comportéis- Jasper rodó los ojos a la mención de él y sus hermanos.
-Tranquilo papá; ¿sabes que tenemos treinta años?- le recordó su hijo con sorna -bueno, a excepción de Edward- musitó con una sonrisilla malévola.
Carlisle ignoró la última aclaración de su hijo y se dirigieron a la puerta de los establos, cuándo sintieron un golpe seco, seguido de un intenso grito de dolor. Al volver presurosos al interior, se encontraron a Charlie tirado en el suelo, con una mano apoyada en el antebrazo derecho y muy pálido.
-¡Charlie!- gritó Jasper asustado, arrollidándose junto a él.
-Llama a Sam y a los chicos- le instó su padre; Jasper salió corriendo, mientras que él intentaba sin éxito reanimar a su capataz.
-Vamos amigo, no puedes hacerme ésto- musitaba Carlisle, preso de la desesperación-.
-Carlisle... Isab... Isabella- Charlie abrió los ojos, respirando con dificultad mientras pronunciaba ese nombre de mujer. Su jefe, pensando que deliraba, le instó a que se tranquilizara.
-No hables Charlie, aguanta- le decía.
-Isabella... Forks- la suplicante mirada de su capataz le conmovió; cuándo intentó preguntarle quién era Isabella, Charlie ya había perdido el conocimiento.
-¡Maldita sea!- bramó, zarandeándole suavemente- ¡no me hagas ésto!- al momento su hijo Jasper entró corriendo, seguido por Sam, el segundo capataz, y por Quil y Embry, dos de los peones del rancho.
-Hemos llamado a una ambulancia- le contó Sam a su jefe -estará aquí en pocos minutos-.
Trataron de reanimarle, hasta que vieron a los sanitarios acercándose a ellos. Esme también había oído los gritos y había acudido al establo. Justo en el momento en que los sanitarios empezaron a revisarlo, oyeron los fuertes relinchos de un caballo. Edward, alertado por uno de de los vaqueros, también acudió a ver qué había sucedido. Todos miraban con la respiración contenida cómo examinaban a Charlie.
-Los síntomas apuntan a un infarto de miocardio- les informó el médico -debemos trasladarlo inmediatamente al hospital-.
-Por supuesto; mis hijos y yo les seguiremos en el coche- asintió Carlisle.
-Vamos papá- Edward ya estaba saliendo a por el vehículo; los sanitarios trataron de estabilizar a Charlie, pero cuándo lo estaban introduciendo en la ambulancia, el monitor de las constantes se alteró, y un pitido ensordecedor inundó los alrededores.
-¡Se está parando!; ¡mierda, hay que iniciar maniobra de recuperación!- el médico de la ambulancia daba órdenes e indicaciones a sus colegas. Jasper, Edward, Carlisle, Esme y los trabajadores esperaban al lado de la ambulancia, con el corazón en un puño... hasta que un pitido ligero y constante confirmó el fatal desenlace.
-¡Joder!- bufó Edward, resoplando incrédulo.
-Carlisle...- éste se giró hacia Esme, que empezaba a sollozar. El médico se acercó a ellos al de unos minutos.
-Ha sufrido otra parada; lo siento, no hemos podido hacer nada- les informó cabizbajo. Carlisle no dijo una sola palabra, mudo de la impresión y del dolor, mientras que los sanitarios tapaban el cuerpo inerte de su amigo y certificaban su muerte.
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Tres días después, Carlisle y sus hijos se encontraban en la pequeña casa que había ocupado Charlie, ordenando y revisando sus pertenencias. Debido a que no dejó testamento y no se le conocían parientes vivos, la familia Cullen se ocupó de todo, dándole sepultura en el cementerio de Hunstville.
-En los armarios apenas tiene algo de ropa- dijo Emmet, entrando en el minúsculo salón. Edward y Jake estaban indagando por los armarios del salón, pero aparte de libros y de una pequeña televisión, allí no había nada.
Carlisle no hacía más que dar vueltas y vueltas en su mente al nombre que había pronunciado Charlie antes de morir.
-¿Charlie os habló alguna vez de una tal Isabella?- interrogó a sus vástagos. Los hermanos se miraron entre ellos, sin saber de qué hablaba.
-¿Por qué preguntas eso, papá?- interrogó Jake, frunciendo el ceño.
-Fueron las últimas palabras que dijo, antes de que llegara la ambulancia; Isabella... Forks- rememoró.
-Bueno; siempre que podía iba allí- dijo Edward, encogiéndose de hombros.
-Puede que sea alguien de su familia- propuso Jasper, entrando al salón y posando una pequeña caja en la mesa.
-¿No crees que si tuviera algún familiar, lo sabríamos?- le espetó su hermano pequeño, rodando sus ojos verdes. Jasper, ignorando por completo a su hermano, abrió la pequeña caja de metal. En ella había papeles y varios documentos bancarios. Edward cogió uno al azar, leyéndolo detenidamente.
-Son los extractos de su cuenta bancaria- informó a su padre y hermanos; siguió leyendo, hasta que se topó con un dato relevante -es curioso; todos los meses se refleja una transferencia a una tal Lucy McAdams al banco estatal de Seattle-.
-Eso está cerca de Forks- inquirió Jasper. Su padre asintió, hasta que su hijo Jake le entregó un sobre cerrado. Iba dirigido a Carlisle Cullen y su familia.
-Parece una carta- dijo Jake.
-Vamos- ordenó su padre -coged la caja; la leeremos en casa, nos esperan para cenar- sus hijos salieron delante de él, preguntándose cada uno en sus mentes el contenido de esa misiva.
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Una vez que cenaron, y de que Esme y una muy embarazada Rosalie recogieran la mesa, Charlie se dispuso a abrir la carta. Esme iba a dejarlos a solas, pero Carlisle le hizo un gesto de negación con la cabeza, y volvió a sentarse.
-También eres parte de la familia- la afectuosa mirada que cruzaron hizo que sus hijos disimulasen la sonrisa a duras penas, mientras que Edward resoplaba en silencio; todos ellos estaba al tanto de lo que pasaba entre Esme y su padre, pero se lo pasaban pipa viéndoles disimular.
Carlisle se dispuso a leer, ante la expectación general.
Amigo Carlisle:
Si has tenido que abrir este sobre, es señal de que algo ha ocurrido, y ya no estoy en este mundo. Ante todo, te doy mi más sincero agradecimiento por haberme dado una oportunidad, cosa que no tuve antes de recalar en el rancho Killarney.
Sé que no soy muy dado a hablar de mi pasado, pero es necesario que lo haga para que entiendas lo que voy a pedirte.
Antes de que perdiera mi rancho, mi vida era lo que podía llamarse tranquila y feliz. Tenía una esposa, una hija y un negocio que iba viento en popa. Pero las cosas se complicaron en mi matrimonio, y eso me llevó a refugiarme en el alcohol y el juego para evadirme de los problemas; mi adicción fue tal, que llegué a apostar los ahorros de toda mi vida, incluso mi negocio y mi casa... y los perdí. Contraje importantes deudas, y gracias a qué me ofreciste empleo, pude ir saldándolas. Por suerte, todas las deudas económicas están liquidadas.
No estoy orgulloso de ello, ya que esa situación derivó en otra mucho peor. Renee, mi mujer, me abandonó, llevándose consigo a lo que más quiero en el mundo; mi pequeña Isabella.
Durante tres años no pude localizarlas, hasta unos meses antes de recalar en Hunstville; cuándo me llegaron los papeles del divorcio para firmarlos, pude averiguar que Renee había vuelto a Forks, su lugar de nacimiento. Fui allí sin pensarlo, y cómo padre, me entenderás; quería abrazar de nuevo a mi pequeña.
Al llegar allí, mi ex mujer no estaba; se había fugado con un tipo mucho más joven que ella, dejando a mi hija al cuidado de su abuela, Lucy. Dado que mi situación económica en ese momento no me permitía cuidar de mi hija cómo yo quería, llegué a un pacto con la madre de Renne. Ella tendría su custodia hasta que cumpliera dieciocho años, y yo las ayudaría económicamente, con la condición de que Isabella pudiera terminar el instituto.
Puede parecer sorprendente, pero esa es la verdad. Ahora os cuadrarán mis viajes a Forks, a dónde iba siempre que podía para ver a mi pequeña.
Amigo, sé que quizá no tenga derecho a pedirte lo que vas a leer a continuación; nunca te he pedido nada, de ahí mi atrevimiento.
Ve a ver a mi hija, y ayúdala. Lucy nunca ha querido a Isabella, y si se ha hecho cargo de ella todos estos años, ha sido única y exclusivamente por el dinero que le mandaba. Si yo falto, mi pequeña estará sola. Cómo padre que ha criado a cuatro hijos, sé que entiendes mis motivos y por la amistad que nos ha unido, espero que la ayudes. Es muy buena y dulce, y ella sabe de todos vosotros, ya que siempre que voy a verla, les hablo del rancho Killarney y de la familia Cullen.
Gracias de nuevo por todo; sois un ejemplo de familia... la misma que a mi me hubiera gustado que Isabella tuviera.
Jacob, Emmet, Jasper, Edward... sois unos hombres increíbles, y los hijos que todo hombre querría tener.
A Esme, Rosalie, la señora Harris, Sam, los vaqueros... gracias, por hacerme partícipe de la gran familia que es el rancho Killarney.
Carlisle, amigo mío; sé que lo que te pido es muy delicado, y más después de no haber mencionado nunca nada acerca de mi hija; tomes la decisión que tomes, de antemano te lo agradezco.
Gracias por todo, una vez más.
Charlie Swan.
Carlisle acabó la última línea de la carta, quedándose mudo de la impresión. Ahora entendía las últimas palabras de Charlie, y su mirada suplicante. Sus hijos no sabían qué decir, y Esme menos.
-¿Charlie tiene una hija?- preguntó Emmet, patidifuso, al cabo de unos minutos de asimilación.
-Eso parece- contestó Edward con una mueca perpleja -por lo menos, ahora entendemos las transferencias al banco estatal de Seattle-.
-¿Ninguno sabíais nada?- les interrogó su padre.
-Nada- contestó Jasper, en nombre de sus hermanos -y no creo que Sam y los chicos sepan algo tampoco; se les habría escapado alguna vez-.
-¿Qué vas a hacer?- interrogó Jake, que había permanecido callado. Su padre suspiró, tomando la palabra.
-No sabemos qué edad tiene, ni nada acerca de ella; pero habrá que decirle lo que ha pasado con su padre; eso para empezar-.
-Por supuesto- le dio la razón Esme. Rosalie, que había echado un vistazo a la caja, les tendió una foto que estaba en el fondo de ésta; en ella se veía a Charlie con una niña de unos once años, con el pelo castaño y ojos chocolate.
-Es ella- dijo Esme al momento -sus ojos son cómo los de su padre- la foto fue pasando de mano en mano.
-Mirad ahí dentro- señaló la caja -debe haber alguna dirección o teléfono-.
-Si no lo hay, se puede hablar con el banco de Seattle y dar con la casa de la abuela a través de él- propuso Edward, observando la fotografía de la pequeña -yo puedo encargarme-.
-¿La vas a traer aquí?- interrogó Rosalie a su suegro.
-Sería cómo tener una hermanita pequeña- exclamó Jake, cual niño pequeño. Su padre le hizo un gesto para que frenara su entusiasmo.
-Lo primero de todo es ir a verla, y explicarle lo que ha pasado; además, si Isabella sigue siendo menor de edad, su abuela tendrá todavía su custodia- les advirtió.
-La foto no parece reciente- observó Esme -y por lo que deja entrever la carta, me inclinó a pensar que Isabella ya estará en el instituto-.
Carlisle seguía en silencio, meditando las palabras y el ruego de su amigo. Sabía lo duro que era ser padre en solitario, y podía imaginar el sufrimiento de su capataz todos estos años, trabajando por y para su hija, y para colmo, no poder tenerla con él. Tomó de nuevo la palabra, informando a sus hijos que una vez averiguaran la dirección, iría a verla.
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Cuatro días después, y acompañado por Esme, se dirigían al coche que habían alquilado nada más aterrizar en el aeropuerto de Seattle. Finalmente dieron con la dirección de Lucy McAdmas, pero cómo no tenían teléfono, no pudieron advertirles su visita. Condujeron una hora por los verdes parajes de la Península Olimpic, hasta que se detuvieron en frente de una pequeña casa, vieja y destartalada. Ambos se miraron, un poco sorprendidos.
-Es aquí- confirmó Esme, después de revisar de nuevo la dirección en el papel. Salieron del coche y se encaminaron a la puerta; el jardín estaba en mal estado, y ni qué decir el porche y la fachada de la casa, que necesitaba urgentemente una buena mano de pintura y una reforma a fondo.
El timbre no funcionaba, de modo que llamaron con los nudillos. Al no obtener respuesta, volvieron a insistir, hasta que oyeron pasos apresurándose a la puerta. Se quedaron muy soprendidos; esperaban a una adolescente de unos quince años... pero no era tal.
Una chica, vestida con unos viejos vaqueros y una raída sudadera gris apareció en el marco de la puerta. A pesar de las viejas ropas que llevaba puesta, Carlisle y Esme se dieron cuenta de que era una joven muy bonita, de unos dieciocho o diecinueve años, de tez pálida y ojos chocolate grandes y expresivos. Su largo cabello castaño estaba recogido en una coleta.
-¿Les puedo ayudar en algo?- interpeló la joven, con un tono tímido y amable.
-¿Isabella?- preguntó Carlisle, sorprendido.
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bueno mis niñas, aqui esta el fic de Sara Cris Cullen, disfruten y comenten...
Siiiiiiiiiiii me encanto chicas será una historia maravillosamente genial ....Gracias ..Besos...
ResponderEliminaruyyyyy siiiiii me gusta!!!solo de imaginar a edward tan rudo y montando a caballo mmmmmmmmmmmmm.... me lo como a bocaditossss!!! jajaja
ResponderEliminarMe encanto!! Suena genial! Que dias se publicara???
ResponderEliminarEspectacular, como todas las historias que se incluyen en el blog. Gracias por ponerme a soñar nuevamente, eso es algo que no tengo como pagarles. Besos desde Valledupar - Cesar - Colombia
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